EL SENDERO Y LA BRUMA

Dejamos atrás el mar cuando iniciamos la
ruta senderista por el cabo Roche. Y nos adentramos en los pinares. La frondosa
vegetación hacía más llevadera la veraniega mañana. Formábamos un numeroso y  heterogéneo grupo con senderistas infantiles y
caninos.

Siguiendo las indicaciones
de Eduardo, Ana y Luismi, nuestros avezados guías, caminábamos por trochas y
cañadas paralelas al río Roche. Recorríamos los 
senderos mientras Luismi nos descubría los restos de coral y conchas
marinas escondidos en la arena, restos que nos habrían pasado desapercibidos.

 Vestigios del pasado remoto de las costas
gaditanas. Y entonces el mar se empeñó en acompañarnos. Ese mar que siglos
atrás cubría la zona de pinares vino a reclamar su espacio. Y envió la bruma.

Una bruma que nos impidió divisar la costa africana cuando llegamos al faro de Roche, aunque sabíamos que estaba ahí, muy cerca. La belleza del paisaje rocoso que nos rodeaba fue más que suficiente para alejar cualquier frustración. Continuamos la marcha por los acantilados, sobre el océano, observando el batir de las olas en las rocas, esperando que se disiparan los últimos hilos de niebla.

La parte final
de la ruta discurrió entre pequeñas calas. Atravesamos puentes, bajamos y
subimos escalerillas acercándonos al mar. Y recorrimos la orilla de la playa
hasta llegar al pequeño chiringuito que se convirtió en punto de reunión de
nuestra troupe senderista. Cansados pero satisfechos dimos cuenta de bocatas y
bebidas refrescantes mientras comentábamos el camino. En nuestra retina
quedaron hermosas imágenes de pinares y riberas, de fósiles y acantilados, de
olas  y rompientes.

Imágenes de una
ruta que vuelvo a recorrer mirando las fotografías. En ellas apenas se percibe
la bruma, aunque puedo asegurar que estuvo ahí. El mar nos la envió, ese mar
que no quiso quedarse atrás; que se empeñó en acompañarnos como un senderista
más.

Eloína Calvete García