EL ARROYO DE LA SEBASTIANA
Tras un corto tramo por carretera preparamos el descenso hacia la espesura, hacia una trocha que serpentea junto al arroyo, una vereda de frondosa vegetación que despertó nuestro espíritu aventurero.
Encinas, alcornoques, quejigos y matorrales en abigarrada estrechura parecían querer cerrarnos el paso. Pero nos adentramos por la generosa fronda con la emoción propia del urbanita que necesita conectar con la naturaleza para recuperar su equilibrio.
Con Eduardo, nuestro experimentado guía de cabeza, y Juanjo, chispeante guía de cola, recorrimos la angosta vereda admirando un entorno que ya anuncia la primavera. El rumor del arroyo nos acompañó en todo momento; y en algunos tramos el agua nos salía al paso para refrescar nuestra marcha.
Caminábamos en fila india, apartando con cuidado las ramas, acariciando las plantas para descubrir su fragancia, atentos al sendero y al paisaje; disfrutando de la generosa vegetación que nos ofrece la Sierra Norte sevillana. Conscientes y orgullosos del esfuerzo inicial que nos había llevado hasta allí. El hermoso entorno que atravesábamos era la merecida recompensa.
Dicen que todo esfuerzo tiene su galardón y así fue en nuestro caso. Los kilómetros de marcha y los metros de desnivel del sendero quedaron en pura anécdota cuando por fin llegamos a Aznalcóllar.
Tras el almuerzo y la sobremesa volvíamos a casa con una jubilosa sensación de bienestar ajena al cansancio. Porque justo aquí, al lado casi de la bulliciosa ciudad, la naturaleza se había revelado en todo su esplendor, la habíamos sentido especialmente cerca. Porque la naturaleza nos había envuelto y nuestra desazón urbanita se había desvanecido.