La ruta senderista de ayer discurrió por una parte
de la campiña sevillana perteneciente a Écija, la ciudad de las torres y del
sol. La campiña ecijana es exuberante, hermosa y fértil.
Como bien nos señaló Luismi, ingeniero agrónomo y uno de nuestros guías, Écija es una ciudad importante por su producción de cereales y por sus olivos.
Entre campos roturados discurrió el sendero de la mañana. Campos de trigo, avena y centeno e hileras de olivos en simétrica formación nos permitieron el paso mientras Luismi nos explicaba la importancia de preservar las tierras, de proteger los sembrados más allá de asustadizas historias sobre malas hierbas y plagas.
También nos ilustró sobre verdades y mentiras que se propagan en nombre de esa nueva devoción llamada ‘ecología’. Nuestra ruta mañanera se hizo más amena e instructiva con las interesantes explicaciones. Intercambiando opiniones y comentando lo aprendido llegamos a la ciudad justo a la hora de almorzar. Nos esperaba una segunda ruta y había que reponer fuerzas. Tras el excelente almuerzo, de nuevo en marcha.
Ahora caminábamos hacia el pasado de Écija, la
antigua Astigi poblada desde tiempos inmemoriales. Su pasado se remonta al
Paleolítico, de ahí que circulen por la ciudad relatos y leyendas sobre rayos
destructores, princesas antojadizas y dioses enojados
Ana y Luismi nos relataron algunas de esas fábulas
mientras caminábamos entre antiguos palacios y vetustas torres. Cada atalaya
tiene una leyenda, una decoración única, un campanario exclusivo y una veleta
particular y característica. La infinidad de palacios refleja el antiguo
poderío económico de la ciudad. Escudos y águilas de piedra, columnas romanas y
trabajados dibujos adornan estas residencias de antiguas y poderosas familias
astigitanas de sonoros apellidos.
También las iglesias y conventos de la ciudad
parecen guardar secretos. Como el llamado ‘Convento de los Marroquíes’, que
debe su peculiar calificativo a la elaboración de dulces de origen árabe. De
algunos templos solo se conserva la espadaña, otros están medio derruidos.
Aunque hay un elemento que todos comparten sin diferencias de origen,
dedicación o clase.
Torres e iglesias, conventos y palacios no se
libran de las omnipresentes, irreverentes e indeseadas palomas. Revolotean
entrando y saliendo por huecos inverosímiles, anidando en cualquier parte,
disputando el terreno a otras aves menos perniciosas. Ellas nos acompañaron
durante todo el trayecto como queriendo hacer valer sus derechos sobre las
añosas piedras de la ciudad. Al fin y al cabo, nosotros éramos forasteros. Solo
estábamos de paso.
Peculiar mañana senderista
salpicada de anécdotas por el Corredor Verde del Área Metropolitana de Sevilla.
Desde San Juan de Aznalfarache a Itálica caminamos bordeando el Guadalquivir,
entre árboles y arbustos, empujados por la brisa del río, aligerando el paso
para llegar en el tiempo previsto.
Sin prisa pero sin pausa.
Caballos y cabras amenizaron la ruta. Y algún que otro tractor se cruzó en
nuestro camino. Lo normal cuando transitas por el campo, por zonas
rurales. Los animales no nos hicieron el menor caso, siguieron a lo suyo como
si tal cosa. Se nota que están acostumbrados a nuestras prisas.
El Monasterio de San Isidoro
del Campo ya se divisaba a lo lejos cuando dejamos el río a un lado y pusimos
rumbo a Itálica, la antigua ciudad romana cuna de emperadores y novedad
televisiva de moda. Ya apretaba el calor y se notaba el cansancio de la ruta;
no obstante, hicimos un último esfuerzo para recorrer la empedrada ciudad
imaginando cómo sería la vida entonces, cuando Itálica era una importante y
civilizada urbe del Imperio Romano…
Así, entre estatuas, columnas
y mosaicos, finalizamos una singular jornada. Y volvimos a la civilización con
tiempo para refrescarnos, almorzar y disfrutar de una merecida siesta.
Que la ruta senderista de ‘Los siete valles
colgantes del Algarve’ es una de las más bonitas de Europa pude comprobarlo
ayer. Las panorámicas desde los acantilados sorprenden y deslumbran. Los
colores del mar, las rocas solitarias que emergen majestuosas, las recónditas
cuevas y los restos de conchas marinas en terrenos escarpados componen una
espléndida imagen, una impresionante acuarela de tonos y matices que,
curiosamente, me hizo recordar las clases de geología: estratos rocosos,
volcanes marinos, placas tectónicas; la deriva de los continentes; la fuerza
del agua: erosión, transporte, sedimentación…
Todo aquello que aprendí en los libros pude
contemplarlo a lo largo del abrupto sendero, caminando entre las piedras y
rocas que antaño formaban parte del fondo marítimo y hoy se encuentran en los
acantilados, sobre el nivel mar. La teoría aburrida y monótona de los libros de
texto se transformó en realidad palpable en el fascinante paisaje costero
portugués.
Ahora repaso las fotografías y de nuevo me asombro ante la belleza de las
pequeñas calas y las apartadas grutas. De nuevo me sorprenden los peñones
solitarios, los coloridos acantilados, la curiosa mezcla de tonalidades del
mar…
Me alegra haber vivido la experiencia. Me alegra
haber explorado mis límites andariegos por esta ruta senderista calificada de
nivel dos, un nivel superior al que estoy acostumbrada. Una ruta que conseguí
completar gracias a palabras de ánimo y manos amigas que me ayudaron a escalar
o descender por los tramos más complicados. Gracias. Vuelvo a mi nivel uno
satisfecha, me siento más segura en terreno uniforme. Aunque quizás un nivel
dos sin pendiente… Ya veremos, no hay prisa
De momento, creo que hice bien al escoger la ruta de ‘Los siete valles colgantes del Algarve’ para realizar mi particular examen senderista. La belleza del paisaje hizo más llevadero el esfuerzo. A las fotografías me remito.
Paralela al río Odeleite, en Portugal, transcurrió la última ruta senderista de la temporada. El sinuoso río da nombre a la freguesía lusitana desde la cual partimos; y en un alarde de generosidad, también lo cede al pueblo al que nos dirigíamos: Foz de Odelelite.
De principio a fin recorrimos el sendero acompañados por el leve rumor de su corriente. Una curiosa y serpenteante ruta que imitaba su cauce, que trazaba curvas cuando la corriente dibujaba meandros, que parecía no querer perder de vista la orilla mientras nos conducía a nuestro destino. Un destino ligado a otras aguas, a otro río.
Pero antes, el ansiado descanso. Un almuerzo típico
acompañado de canciones y sonrisas. Sardinas aderezadas con música de acordeón
y palmas. Pollo acompañado de abrazos y recuerdos. Bailes y piscina, naranjas y
café. Momentos de distensión y amistad en esta última ruta senderista de la
temporada. Instantes para rememorar durante el parón veraniego. Sin nostalgia,
con entusiasmo. Con ganas de empezar sin haber terminado. Presagiando nuevas
aventuras andariegas repletas de sorpresas.
Y aún nos esperaba un espléndido final que, como ya
apuntaba, iba ligado a otras aguas, a otro río. Un río más ancho, más
caudaloso, también serpenteante, menos silencioso: el Guadiana. Sí, el crucero fluvial resultó el
remate perfecto para un completo día de senderismo y cordialidad. Más música,
más bailes, más palmas, más sonrisas mientras navegábamos. Creo que todos
pensábamos lo mismo: dos meses pasan volando, pronto los rigores del verano
darán paso al otoño. Y volveremos al camino…
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