La ruta comenzó con el cielo encapotado. Las nubes amenazaban con
descargar sobre nosotros, pero ya estábamos allí, en El Cerro del Hierro. Y no
era cuestión de amilanarse por unas gotas de agua.
A medida que ascendíamos el paisaje se transformaba, dejábamos atrás la
dehesa y nos adentrábamos entre rocas milenarias por estrechas veredas y
oscuras cuevas.
Teníamos que estar pendientes del suelo, del barro, de los charcos
formados por las recientes lluvias, pero mirábamos absortos
hacia arriba, hacia las inmensas moles rocosas que nos rodeaban mientras
apartábamos la espesa vegetación que crecía salvaje entre las piedras.
Las plantas se abrían paso, trepaban aquí y allá creando una peculiar
simbiosis con la roca inerte. Transformando el paisaje en un maravilloso
ejemplo de convivencia natural.
Subimos y bajamos laderas, atravesamos cañadas y cruzamos grutas entre
vetustas peñas. Recorrimos las distintas sendas pasmados ante la belleza de tan
singular paisaje. E hicimos muchas, muchas fotografías.
Tras la pausa de avituallamiento, en la recta final de la ruta senderista, volvimos a la dehesa. Cruzamos El Rebollar, un bosque formado por distintos tipos de roble característicos de la Sierra de Sevilla. Un último y sencillo tramo que nos devolvió al punto de partida, a la pequeña aldea denominada El Cerro del Hierro.
Aquí dejo algunas de mis fotografías, me ha resultado difícil elegir
entre todas las que me traje. Espero que sepan reflejar la belleza del entorno
que recorrimos. Por cierto, a pesar de los negros nubarrones que nos
acompañaron la mayor parte del camino, no nos cayó ni una gota de agua. Una
verdadera suerte.
Cádiz nos recibió con su mejor sonrisa. Con sus
máscaras y pasacalles. Con su olor a sal y su mar plateado. Con sus gaviotas
siempre alerta, vigilantes, dominando las alturas, siguiendo nuestra ruta.
Una ruta costera y circular que nos permitió
vislumbrar lo más hermoso de la antiquísima ciudad andaluza.
Caminamos rodeados de gente disfrazada, y sin
disfraz. De todas las edades, de todos los lugares, de toda condición; aunque
hermanados en ganas de complacerse. Con ansias de disfrutar del día, del sol,
de la brisa y la jarana. Deseosos de dejar atrás por unas horas la formalidad
cotidiana, la mesura y la sensatez. Ávidos de sonrisas y alegría.
Pronto nos contagió el ambiente y recorrimos el
atestado paseo y las concurridas calles y plazas. Cantamos cuando había que
cantar, bailamos cuando fue menester, y aplaudimos las acertadas letrillas de
comparsas y chirigotas celebrando ese humor socarrón tan gaditano. Ese que no
deja ‘títere con cabeza’.
Sí, Cádiz nos recibió con su mejor sonrisa. Y nos
obsequió con una peculiar jornada senderista que concluyó ya de noche. Llegamos
con el sol y nos despedimos con el brillo de las luces que adornaban la ciudad.
Espero que mis fotografías estén a la altura, que
reflejen el maremágnum de sensaciones vividas en ‘la tacita de plata’. En la
milenaria urbe acostumbrada a sorpresivas invasiones. Aunque ahora es ella la
que decide cuándo y cómo abre sus puertas. Durante el carnaval Cádiz franquea
la entrada a todo aquel que necesite alegría y regocijo. Con máscaras o sin
máscaras, con pelucas o con plumas. Con tacones o botines, con mochilas o
maletas. Todos, todos tienen cabida. Pero absténganse aburridos, disgustados y
cansinos.
Hoy no puedo escribir sobre
senderos poblados de hojas, ni sobre maravillosas y escurridizas setas. Hoy
escribiré sobre vetustas piedras, blancas y empinadas calles y encumbrados
miradores con vistas espectaculares.
Porque la ruta senderista de
ayer fue distinta, aunque no menos atractiva. Nuestro paseo por el pueblo de
Arcos de la Frontera fue un premio. Sí, literalmente, un premio. El premio de
Senderismo Sevilla a los ganadores del concurso fotográfico que anualmente
convoca. Y me alegra decir que me encontraba entre ellos.
No pudieron acudir todos los
galardonados, así que formábamos un pequeño y bien avenido grupo que marchaba
en pos de Carlos, nuestro guía, dispuestos a disfrutar del premio
Durante el recorrido
monumental visitamos el histórico castillo que se alza majestuoso sobre el
pueblo y paseamos por las recoletas calles teñidas de blanco.
Entre antiguas iglesias y
casas palacio serpentean las estrechas callejuelas de casas encaladas; ofrecen
un armonioso contraste la vieja piedra desgastada por los años y el blanco casi
inmaculado de las construcciones más recientes
Mención especial merece un
restaurante situado en lo que antes eran las mazmorras del castillo. Se puede
visitar sin compromiso de consumición. Está curiosamente decorado con
utensilios y herramientas de antaño; y conserva una pequeña fuente de la que
mana agua desde tiempos inmemoriales. Me pareció una muy buena forma de
‘reutilizar’ un lugar de siniestro recuerdo.
Después del recorrido, un
suculento almuerzo vino a rematar una jornada senderista diferente, pero, como
ya señalo arriba, no menos atractiva.
Y hasta aquí mi relato, ahora
cuelgo mis fotografías de calles y castillo, de piedras y cal; aunque alguna
que otra planta se ha colado. Ya se sabe, la naturaleza asoma por donde quiere,
puede o la dejan…
La ruta senderista de ayer se inició por la hermosa
rivera del Huéznar. Recorrimos parte del Sendero de Las Estaciones, y digo
parte porque nuestro objetivo era desviarnos del itinerario para visitar los
restos de un poblado minero
Unos restos que, junto con las exhaustivas
explicaciones del guía, nos permitieron vislumbrar el importante pasado
siderúrgico de la zona de El Pedroso.
La Compañía de Minas de Hierros del Pedroso y
Agregados, fundada en 1817, sería la primera siderurgia sevillana; aunque hay
antecedentes más remotos que hablan de yacimientos de plata y oro por estas
tierras.
Pero todo eso queda ya lejos; ahora se pretende
recuperar la memoria de aquellos tiempos creando un centro de interpretación y
restaurando algunos edificios para que el visitante pueda disfrutar con el
hermoso entorno natural, a la par que conoce una parte importante de nuestra
historia.
Tal y como nosotros hicimos ayer. Volvimos al
sendero con la mente puesta ya en la visita al pueblo. Poco sospechábamos que
aún nos esperaban más lecciones, más historia, más recuerdos.
Tanto fue así que volvimos al colegio. Sí, como
suena, volvimos al colegio. Porque ‘El Centro de la Cultura Escuelas Nuevas’ de
El Pedroso, que acoge los Museos de la Minería y el de Historia de la
Escritura, tiene su sede en una escuela que se inauguró en tiempos de la
Segunda República. El edificio, reparado y adaptado a los nuevos tiempos, nunca
ha perdido su carácter docente. Y hoy es uno de los lugares más visitados del
pueblo sevillano
Cosa nada extraña ya que en este centro de cultura
han sabido conjugar el pasado y el presente de manera armoniosa. Me produjo
especial emoción una pequeña campana que se conserva en uno de los patios. No
pude resistir la tentación de tocarla. Y el sonido me devolvió a mi lejana
infancia, al patio cubierto de albero de un colegio con sus filas de niñas de
babis blancos…
¡Cuántos recuerdos! Pero no había tiempo para la
nostalgia. Todavía teníamos que visitar la Iglesia de Nuestra Señora de la
Consolación, un templo cuyo origen se remonta al siglo XV y que tiene un blanco
y original retablo en el altar mayor, además de otras tallas y lienzos de
singular importancia artística e histórica. Todo esto y más nos lo explicó
detalladamente Lola, nuestra guía por el pueblo. Y concluida la visita a la
iglesia nos quedó el tiempo justo para llegar al lugar en el que nos esperaba
el bus.
Aunque hoy puede parecer que en mi relato he
‘olvidado’ mencionar los paisajes, los colores del sendero, las bellezas de la
naturaleza, no es así. No los he olvidado, es imposible. Intentaré compensar
mis palabras con las fotografías. La verdad es que la jornada senderista de
ayer fue tan completa que tenía que decantarme por uno de sus dos aspectos para
no hacer demasiado larga mi narración.
Desde Acinipo hasta Setenil discurre un
serpenteante camino de romántica denominación: ‘La ruta de los bandoleros’.
Estos tres lugares recorrimos ayer en otra jornada senderista.
Pero vayamos por partes, que el día dio para mucho
y es menester detenerse en cada uno de los términos. Hoy no hay prisas, no nos
esperan en el restaurante para comer y podemos ‘saborear’ de nuevo los caminos
que ayer transitamos.
La jornada se inició con la subida a Acinipo, un
yacimiento arqueológico en la serranía malagueña de dilatada historia en el que
se conservan vestigios romanos.
Situado en una zona bastante elevada, su nombre ya
es citado por Plinio el Viejo, lástima que los escasos y dispersos restos que
aún sobreviven no reciban mayor atención por parte de la autoridades
competentes.
La subida hasta Acinipo mereció la pena, pudimos
vislumbrar una parte de nuestro pasado y disfrutar de espectaculares vistas
sobre la campiña, siempre acompañados de algún que otro cabritillo descarriado
que llamaba a su madre.
Ya habíamos entrado en calor cuando, a pesar del
cielo encapotado, iniciamos el descenso y enfilamos hacia Setenil.
Hacia Setenil de las Bodegas por la ‘Ruta de los
Bandoleros’. Casi nada. El sinuoso sendero de novelesco nombre estaba salpicado
de almendros en flor, atravesado por el río Guadalporcún, olivos, encinas y
quejigos flanqueaban el camino, aunque eran los floridos almendros los que
destacaban en el sendero invernal ofreciendo una hermosa nota de color;
anunciando una primavera que ya está a la vuelta de la esquina. Y aunque el
cielo seguía cubierto, creo que no echamos en falta el sol. El fresco nos venía
muy bien mientras caminábamos admirando el paisaje, bajando y subiendo las
cuestas del sendero. Setenil se hacía de rogar y agradecíamos el viento y las
nubes
Cuando a lo lejos divisamos el pueblo aligeramos el
paso a pesar del cansancio, deseosos de llegar. El hambre y la curiosidad nos
espoleaban a partes iguales. Y llegamos por fin al bello municipio incrustado
en el tajo del río Guadalporcún. Último tramo, últimas cuestas, un último
empellón a unas piernas cansadas pero resueltas a no cejar en el empeño.
Tras el apetitoso almuerzo, la negociación y los
ruegos de más tiempo para visitar tan peculiar municipio. Lo conseguimos. Con
el último bocado volvimos a ponernos en marcha. Y recorrimos el casco histórico
de Setenil, esa población de belleza singular y construcciones casi imposibles,
donde la roca se alza sobre los tejados y las casas y tiendas se esconden en la
piedra. Poblada desde tiempos inmemoriales, su importancia histórica rivaliza
con la hermosura arquitectónica de sus calles y plazas. Si ayer fueron los
reyes castellanos los que le otorgaron privilegios, hoy son innumerables los
visitantes que la recorren (recorremos) con curiosidad. Sorprendidos y
admirados.
Y llegó la hora de irse. Volvimos al bus cansados y
cargados. Cansados tras un largo día de caminos y veredas. Y cargados, cargados
de bonitos recuerdos. Recuerdos tangibles e intangibles de una emocionante
jornada senderista.
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